Creyó que todo fue culpa de una ráfaga de corriente fría y acerada que se coló por las rendijas de su alma, embrollando los nombres de las personas que formaron parte de su vida y el orden en que ocurrieron las cosas más importantes. Había sustituido su memoria por una lata de dulces de membrillo de Puente Genil, llena de mensajes litografiados con publicidad de cigarrillos y pastillas mentoladas, que todas las mañanas abría con la esperanza de evocar el pasado. Sus recuerdos de toda una vida se asociaron desde entonces a un aroma afrutado, entreverado con la tinta de las linotipias de amarilleados recortes de prensa y cierto inexplicable olor a vinagre y humedad de viejas fotos en blanco y negro. El reflejo sobredorado del envase de hojalata al cerrarse y un leve listón de claridad llegado desde la ventana de su cuarto propiciaron la mágica atmósfera que suele rodear a las cosas sencillas e importantes que ocurren en la vida. Mi padre me dio un abrazo destartalado porque no medía bien con sus brazos las proporciones de los cuerpos, pero me estrujó contra su pecho con todas sus fuerzas. Como a veces olvidaba quienes éramos y charlaba conmigo creyéndome su compañero de colegio, su mejor amigo o su hermano menor, me atreví a preguntarle: -¿Por qué me abrazas así, papá…? -Porque sé que te quiero mucho y eso es lo único que de verdad importa.