PRÓLOGO. LA MEMORIA INDELEBLE.
El hábito de por sí era fácil. El cambio, sin embargo, me hacía navegar con un velero cuyo rumbo apenas sabía de brújulas al otear el horizonte. Pero antes de tomar tierra, hablamos de lo (in)visible, hablamos en silencio, mientras tanto; hablemos de dónde me encontraba…
Me encontraba en un edificio utilitario tejido sobre escasas dimensiones, paredes indelebles y monolito(s) de cristal translúcido donde su verdadera edad era una cifra y su época solo una de todas. El edificio—relativamente joven—fue un ambulatorio (hoy Centro de Servicios Sociales) que antaño curaba al cuerpo y que ahora, con su nueva «acústica», aspiraba asistencia a las almas «rehenes» del tiempo y a la integración y el bienestar social. Espacio inusitado—otrora caos, equilibrio, introspección, por otra parte—, que me hace rebuscar en mis memorias viajeras; allí, donde las corrientes que suspiran a prevenir el deterioro cognitivo se componen de (s)alas imbricadas entre sí que atesoran memorias y multiversos que se convierten en algo real pero que no está recortado, sino que vibra, fluye y se transforma. A veces el lenguaje, entre vacíos y superficies, cuando no se encuentran las palabras con corsé, se abre paso con toda su desnudez. Y las puertas quedan abiertas. ¿Os imagináis esas estancias sin puertas por las que acceder a ellas?
Diversas formas de transitar convergen por el irreductible pasillo del funcional edificio mientras las páginas de este programa «piloto»—obrador de la Memoria— rozan con delicada sutileza, y el aroma a café de cápsula deviene la manecilla del reloj. ¡Ay el reloj!
Era éste un ambulatorio—lo reitero a modo de recordatorio—adonde solía venir mi abuela Carmen—lo que otros abuelos, adultos jóvenes e infantes de nuestro pueblo—, siguiendo de esta manera la edad cronológica con cierto (des)orden. De allí a la botica de Hinojosa, antes o después trazada con delicada torpeza por la cartografía de los pasos de mi abuela que solía llevar, entre otras cosas, su cestita con recetas.
Entrar en la consulta y sentirse escuchada y atendida por la mirada del Otro, el médico de cabecera, me hace pensar en un alivio o consuelo que no precisaba preguntas, la percepción de otros espacios, su lentitud: eso sí—pienso—, cómo la atención recibida por la psicóloga o el psicólogo es otro modo de observar y de comprender la «extrañeza». «Nos ha sido dado lo necesario para hacer preguntas. No nos ha sido dado lo necesario para contestarlas», decía pertinentemente el filósofo Yves Jaigu. ¿No? ¿O quizá sí?, la incertidumbre, que a veces es susto, por la sorpresa, y, a veces, sonrisa y acogida. Sea como fuere, quiero recordarlo siempre…
En dos mil nueve, a la edad de ochenta y cuatro años, mi abuela partió, sin que por ello su deterioro la hiciera olvidar mi nombre. Y yo me iré sin olvidarla a ella. Abuelos queridos, Carmen y José —nombres de novela Meriméeiana—, otra «sala de curas» me está esperando dentro de un escenario de hermosa correspondencia repleto de libros; sí, muchos, muchísimos libros, que son botiquines para el espíritu. Cuántas puertas y ventanas que, en estos casos, sí que conducen a ideas, a pensamientos, a imágenes… Pero, y esto también, antes de la prevención del deterioro de la «chimenea», término a que Francisca se refiere cuando de la memoria se trata— porque de eso se trata—, hablamos de lo (in)visible, hablamos en silencio, mientras tanto; hablemos de dónde me encontraba…
Me encontraba en una biblioteca—meticulosamente (re)ordenada— situada en la calle Puentecilla. De puertas para adentro las paredes se encuentran habitadas por Cervantes, Bécquer, Góngora, Shakespeare, los hermanos Machado, Charles Baudelaire…, poetas, poetisas y desconocidos autores que, en riguroso (des)orden, establecen su atemporalidad en la salita central. De entrada, entre sesión y sesión, no me da tiempo para leer más, salvo con el ojo que (re)descubre la luz mientras estrellitas diversas y pequeños planetas recortados cuelgan del techo a modo de infantil planetario. Se podría decir, así, que la escritura prolonga de otra manera la existencia y que establece también una nueva temporalidad. Los mayores— aquí, en todo lugar — brindan su ampliación del tiempo y del espacio, y cuenta (canta) los relojes que dibujan. Ellas/os, en este taller de estimulación, nos enseñan cada día que las ganas de vivir y de recuperar la memoria pueden combatir las innumerables conexiones nerviosas, tan aludidas en lo indeleble. Hay que seguir, con ánimo y placer renovado, pese a las dolencias. Y hay que escribir también, jóvenes, para fijar estas sensaciones en algún sitio con la esperanza de guardar entrelazadas las memorias impresas sobre el tejido nervioso que nace y crece como los árboles. Mi (co)razón para escribir tiene que ver con la preservación de la memoria. A nuestros queridos mayores, a los que vendrán, hoy y cada mañana: —Buenos días. Comenzamos la sesión.
A mis abuelos. A las abuelas y abuelos del Taller de Memoria (2022-2023), Puebla de los Infantes (Sevilla)